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ISSN 1989-4163

NUMERO 110 - FEBRERO 2020

 

Otra vez, Mamá

Javier Neila

-Cuéntame otra vez la historia mamá. Cuéntame cómo conociste a papá.

-No sea pesada y duérmete, Amalia.

-No tengo sueño mamá. Anda por favor, cuéntamela. Por favooooor...

-Vale, pero sólo una vez más. Luego a dormir. A ver...por dónde empiezo...-la narradora se da aires de interesante y se aclara la garganta-...Llevaba toda la noche lloviendo. Eso era bueno porque los cañones rebeldes habían dejado de bombardearnos. Sin embargo los caminos estaban impracticables y el sector de la Sierra de Espadán colapsado, con lo que no podíamos evacuar a los heridos hasta Sagunto. El frente llevaba estancado toda aquella última semana de Abril de 1938, con lo que lo único que podíamos hacer era reorganizarnos, revisar el triaje, limpiar heridas y repartir la poca morfina que quedaba entre los que más la necesitaban.

-¿Qué es triaje y morfina, mamá?

- El triaje es el sistema que usan médicos y enfermeras para organizar a los heridos según su gravedad; en un sitio van los que se van a morir -la mira y pone una mueca de susto-, en otro los que necesitan urgentemente que se les opere, y por fin en otro los que pueden esperar sin peligro. Y claro también decidimos los que están bien y pueden volver al frente. La morfina es una medicina que con inyecciones se las ponemos a los heridos, para mitigarles el dolor...Y no me interrumpas más, pesada.

-Perdón mamá.

-Bueno, como te decía, Amalia, estábamos más tranquilos, lo que nos permitió dormir algo, ya que en un hospital de sangre no se para nunca. Precisamente en uno de esos descansos, mientras tomaba una taza de achicoria bien calentita, oí a unas enfermeras comentar que habían oído gritos pidiendo auxilio en tierra de nadie, a unos escasos 800 metros de nuestro campamento, en dirección a Vall de Uxó; la zona donde hace días que nadie se atrevía a entrar, pues tras los combates se habían visto a moros huroneando por allí; enemigos infiltrados con la idea de capturar vivo a algún desgraciado para llevárselo y hacerle hablar. Los golpes de mano para capturar prisioneros eran de uso habitual en momentos de calma por parte de los dos bandos. Y créeme si te digo que es mejor la muerte a que te atrapen con vida esos canallas, que conocen bien su oficio y con sus cuchillos curvos hacen hablar hasta a un muerto -la niñita mantiene la respiración y se tapa media cara con la sábana, mientras mantiene los ojos muy abiertos-, así que a nadie en su sano juicio se le habría pasado por la cabeza hacer algo para salvar al aquél desdichado, que debía estar desangrándose entre las dos líneas de fuego.

Pero yo no podía hacerme la loca, ni mirar para otro lado, sabiendo que un pobre hombre estaba sufriendo. Era la obligación que me imponía mi juramento; así que me quité el uniforme de enfermera, me puse ropa oscura y un chambergo, me colgué mi botiquín y el correaje con el revólver, y sin decírselo a nadie, me fui internando en el frondoso bosque de acebos, para buscar una aguja en un pajar. Como soy tan blanquita, me puse la cara perdida de barro para que no se me viera en la oscuridad, y me fui arrastrando como pude, de árbol en árbol y de vaguada en vaguada. Había dejado de llover y un fuerte viento bajaba del norte, haciendo silbar los arboles, cuyas ramas como brazos de gigantes no dejaban de dar manotazos por encima de mi cabeza. Una tormenta seca empezaba a rugir en lo alto del cielo, iluminando a fogonazos todos los huecos del bosque y haciéndome sentir autentico miedo, en un ambiente que más que lúgubre, parecía apocalíptico. Fue entonces en un claro, junto a una gran roca blanca, cuando los vi.

Dos musulmanes arrastraban de los brazos a un soldado y lo apoyaban con fuerza en la roca. Le gritaban. Las hojas desnudas de las gumías que empuñaban brillaban en la oscuridad, pasando cerca de su cara y cuello, amenazantes. Lo acababan de descubrir e intentaban llevárselo, pero al parecer no era capaz de mantenerse en pié. Le golpeaban. Yo estaba ya muy cerca de ellos, pues con la excitación del momento no me habían visto acercarme. Me puse detrás de la roca y busqué mi revolver. Pero la funda estaba abierta y vacía; lo había perdido. Sabía que quedaban segundos para que lo degollaran, mientras intentaba apaciguar los latidos de mi corazón que no me dejaban pensar y me repetía a mi misma que me quedase quieta o lo pagaría caro. Tras la roca podía oír claramente el golpear de su cráneo contra la roca en rítmicas tandas.

Cuando me quise dar cuenta, estaba encima de la roca, muy por encima de sus cabezas, con un trozo de tronco agarrado por ambas manos, gritándoles amenazante que lo dejarán tranquilo, como una poseída desquiciada. Debió ser por el rayo que me iluminó totalmente embarrada, y cuyo bramido nos dejó sordos, o por mis ojos muy abiertos al estar fuera de mi; pero lo cierto es que los dos marroquíes -de por sí gente supersticiosa- salieron corriendo maldiciendo en su lengua y sin mirar hacia atrás, pensando seguramente que era una bruja, un alma en pena, o una criatura salida del mismo infierno.

Me dirigí hacia él soldado; temblaba de frío y deliraba por la fiebre. La fractura de su pierna era bastante fea, pero tras entablillársela y usando un tronco y a mi misma como muleta, tras un largo y penoso camino, pudimos llegar a salvo al campamento.

...Y así es, Amalia, como conocí a tu padre. Y desde entonces, fuimos felices y comimos perdices...

Todas las niñas del orfanato del Divino Pastor, en Valencia, que escuchaban la historia de boca de la hermana mayor de Amalia, aplauden sentadas al rededor de la cama que comparten las dos hermanas. Mañana, otra de las internas, por turno, inventará otra historia de quienes fueron sus padres.

Pero ahora, toca dormir.

Sólo los muertos ven el final de la guerra.

 

 

 

Enfermera 

 

 

 
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